María y Pentecostés
FUENTE: Mercaba.org
(fragmentos)
María y la Resurrección de su Hijo
Entre el Viernes Santo y la mañana de la Pascua, ¿dónde estaba María? «La espera que vive la madre del Señor el Sábado Santo –afirma Juan Pablo II– constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, Ella confía plenamente en el Dios que da la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas». Teniendo en cuenta las costumbres de Israel, podemos suponer que vivía en compañía de las mujeres –las que estuvieron con Ella junto a la Cruz– «que habían venido con Jesús de Galilea».
Al día siguiente de morir su Hijo, era sábado, y un día obligado de visita al Templo. La «llena de gracia» rezaba con aquella gran esperanza en la Resurrección, el verdadero triunfo de su Hijo; Ella esperaba por todos los discípulos de su Hijo y por todos los hombres. Pero también vivía de fe, porque no sabía cuándo y cómo sucedería todo aquello. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro, ¿no podría ser un indicio de que ya se había encontrado con Jesús? Es algo, pues, comúnmente admitido que Jesús se apareció a su Madre –la primera quizá y a Ella sola– después de la Resurrección. su fe, la «llena de gracia» ¡estaba ya preparada! No consta cómo fue la aparición del Hijo a la Madre…
El Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús.
La misma tarde del «primer día de la semana», cuando se aparece a los Apóstoles mostrándoles las heridas de las manos y del costado, Jesús «sopla» sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo». Jesús ya glorioso, como les había prometido, les envía el Espíritu divino. ¿Qué papel juega el Espíritu Santo en la Resurrección? El sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, por el que «recibe» el Espíritu Santo, de manera que después Él, junto con el Padre, se lo entrega a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, es decir a la Iglesia, a la humanidad entera.
María testigo de la «Ascensión» de su Hijo
Es también legítimo preguntarnos ¿qué hizo María en esos cuarenta días que median entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús? Sabemos por los relatos evangélicos las apariciones del Resucitado a sus discípulos tanto en Jerusalén, como en Judea y Galilea. La fe de los suyos, sin duda tras haberse tambaleado, se robusteció. Jesús no era sólo el Redentor y Salvador de Israel, era también el Hijo de Dios. Antes le llamaban “Rabbí” (Maestro): ahora le comienzan a llamarle -como lo hizo ya Tomás- “Señor mío y Dios mío”. Se dice en el Evangelio que a los apóstoles se habían añadido «los que andaban con ellos». Y a este grupo pertenecían ciertamente las piadosas mujeres y la Madre de Jesús Cumpliendo el mandato de Jesús, los Apóstoles abandonaron Jerusalén y se fueron a Galilea. Un regreso a su tierra y a su pueblo difícil, duro, porque ante sus paisanos sus andanzas de los últimos tres años junto a Jesús terminaron en una humillación, un fracaso… eran los «seguidores de un crucificado»… Para aquellos hombres «ya había pasado todo» y volvían a su oficio, el que dejaron para seguir al Nazareno
Cuarenta días después de la Resurrección volvieron a juntarse de nuevo los discípulos en Jerusalén, para acudir a la cita de Jesús. María subió con ellos a la Ciudad Santa. Se hospedaron posiblemente en la misma casa donde, antes de la pasión, los había despedido Jesús en la cena pascual. Jesús en su última aparición les había dado instrucciones: «Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24,44-49). La despedida que se avecinaba es ya la definitiva. Por eso, salieron todos juntos del Cenáculo camino del monte de los Olivos. Bajaron primero al valle del Cedrón y subieron por una loma a la otra parte. La escena es impresionante. Jesús bendice a los discípulos y a su Madre para después elevarse a su vista hasta que lo ocultó una nube.
Tras la Ascensión, los discípulos y María vuelven a Jerusalén llenos de alegría. Ahora era distinto que, en la Ultima Cena, porque sabían que el Señor les acompañaría siempre, aunque ya no podrían hablarle como hasta ahora. Pocas cosas unen tanto como una despedida en común a una persona que se ama, como enseña la experiencia, por ejemplo, en el retorno del sepulcro del padre, la madre y los hijos después de visitarle en la tumba. Las relaciones de los apóstoles con María se movieron de acuerdo a esta ley universal. Ahora, María, la «Madre de Jesús» era para aquellos discípulos algo más, porque Él era ya «el Señor». Además para Ella fue un añadido a su alegría saber que muchos de los parientes y vecinos de Nazaret que «no habían creído» antes, están ahora en el grupo de los fieles. Para Ella ahora todos estos eran «hijos suyos», se unieron a María en el terreno espiritual. Con el encargo de su Hijo desde la Cruz, ¿iba María a abandonarles? Resulta inconcebible. Ella como ningún otro conocía los sentimientos y la misión de Jesús, de manera que todo el amor de María se concentró en la obra de Jesús. Cuando los discípulos comenzaron a rezar en la espera de la venida del Espíritu, Ella rezaba y se unía a la oración de los apóstoles en aquellas delicadas y decisivas circunstancias.
La espera María con los Apóstoles al «Paráclito»
Los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y «perseveraban… con un mismo espíritu» en la oración. No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos» (Act 1,14). Con estas sencillas palabras el autor sagrado, señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés. Fue nuevamente el Espíritu Santo quien elevó a María, en alas de la más ferviente caridad, al oficio de Orante por excelencia en el Cenáculo, donde los discípulos de Jesús estaban en espera del prometido Paráclito. Así es como Ella está presente con los Doce, «en el amanecer de los «últimos tiempos» que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia».
«Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos con María, la madre de Jesús. La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida». San Lucas nombra a María, la Madre de Jesús, entre estas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén, y lo hace sin añadir nada de particular respecto a Ella. «Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo». Es decir, así como la venida al mundo del Hijo de Dios es presentada en estrecha relación con la persona de María, así también ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. María aparece, pues, en el libro de los Hechos como una de las personas que participan, en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. En el momento de la Anunciación, María ya experimentó la venida del Espíritu Santo y fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo. Ahora, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia.Por tanto, María, desde el inicio, está unida a la Iglesia, como uno de los «discípulos» de su Hijo, pero al mismo tiempo es «tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y en la caridad». La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Desde Pentecostés –donde «todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Act 2,4) María quedó para siempre unida al camino de la Iglesia.
La comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia en la oración, en compañía de la Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración «en compañía de María» se trasluce su particular mediación, nacida del Amor y de la plenitud de los dones del Espíritu Santo. San Agustín lo expresaba así: «cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo». María, esposa del Espíritu Santo, imploraba Su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo. «Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos».
La venida del Espíritu Santo y el carácter misionero de la Iglesia
No comprenderemos nada del acontecimiento de Pentecostés que nos describen los Hechos de los Apóstoles, si no tenemos siempre presente que el Espíritu que desciende sobre la Iglesia es tanto el Espíritu de Jesucristo como el de Dios Padre; dicho con otras palabras: el Espíritu Santo es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, amor subsistente que les abraza y consuma en la unidad.El acontecimiento de Pentecostés está ligado a la puesta en marcha de la Iglesia en la Historia. Si desde el momento de su nacimiento, saliendo al mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como «misionera», esto sucedió por obra del Espíritu Santo. En efecto, estando María reunida con los Apóstoles en el Cenáculo. El viento impetuoso y el fuego, con el que el Espíritu llena en Pentecostés a la Iglesia en su totalidad y a cada discípulo en particular mediante una lengua de fuego que se posa encima de cada uno, es para ella la prueba que Dios Padre y Dios Hijo le dan de su fecundidad.
La llegada del Espíritu como un viento impetuoso nos muestra su libertad: «El viento –decía Jesús a Nicodemo– sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va». Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido –como de un viento impetuoso–, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.
Bajo la acción del Espíritu Santo las lenguas de fuego se convirtieron en palabra en los labios de los Apóstoles. Con la «lengua de fuego» cada uno de los Apóstoles recibió el don multiforme del Espíritu, y, a la vez, era un signo de conciencia que los Apóstoles poseían y mantenían viva acerca del compromiso misionero al que habían sido llamados y al que se habían consagrado. En efecto, apenas estuvieron y se sintieron «llenos del Espíritu Santo, se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». Su poder venía del Espíritu, y ellos ponían en práctica la consigna bajo el impulso interior imprimido desde arriba.
En el Espíritu de la fecundidad divina, la Iglesia podrá ser también fecunda en lo sucesivo, cosa que se manifiesta enseguida en el milagro de que cada uno de los judíos devotos que entonces se encontraban en Jerusalén, procedentes de todas las naciones de la tierra, «cada uno le oía hablar en su propia lengua». ahora la única lengua de la Iglesia, que «anuncia las maravillas de Dios», deviene comprensible para todas las naciones por la fuerza de Dios. La diversidad de dones, de carismas, de servicios, que el Dios trinitario distribuye, procede de su unidad y tiende a su unidad.
Los Apóstoles son testigos también de dos acontecimientos extraordinarios, misteriosos y significativos: El Espíritu hace posible que unos galileos incultos sean comprendidos por todos los hombres en sus distintas culturas y lenguas. La muchedumbre está admirada y estupefacta por lo que están viendo y oyendo. Los discípulos, gracias al Espíritu de Cristo, hablan un lenguaje que todos pueden comprender y aprobar. El segundo hecho extraordinario es la valentía con que Pedro y los otros once se levantan y toman la palabra para explicar a aquella multitud el significado mesiánico y pneumatológico de lo que estaba aconteciendo ante ellos. Se trata de un primer cumplimiento de las palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles al subir al Padre: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». «El Espíritu Santo –comenta el Concilio Vaticano II– unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo». De Cristo a los Apóstoles, a la Iglesia,al mundo entero: bajo la acción del Espíritu Santo puede y debe desarrollarse el proceso de la unificación universal en la verdad y en el amor.
María, el Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia
Jesucristo, transmitiendo a los apóstoles el reino recibido del Padre, coloca los cimientos para la edificación de su Iglesia. En efecto, Él no se limitó a atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los «signos» que obraba, sino que también anunció claramente su voluntad de «edificar la Iglesia» sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro. Cuando llegó la hora de su Pasión, la tarde de la víspera, Él ora por su «consagración en la verdad», ora por su unidad: «para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti… para que el mundo crea que tú me has enviado». Finalmente da su vida «como rescate por muchos», «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». «Como Jesús, –enseña el Vaticano II– después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre, y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre». Este hecho es culminante y decisivo para la existencia de la Iglesia, por lo que podemos decir con san Ireneo, «Allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia».
La existencia de la Iglesia, se hizo patente el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles comenzaron a «dar testimonio» del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento en que sale del seno de la madre y «se manifiesta» al mundo. La venida del Espíritu Santo dio, pues, comienzo al nuevo Pueblo de Dios. Haciendo referencia a la Antigua Alianza entre Dios-Señor e Israel como su pueblo «elegido», el pueblo de la Nueva Alianza, establecida «en la sangre de Cristo», está llamado en el Espíritu Santo a la santidad.
Descendiendo sobre los Apóstoles reunidos en torno a María, Madre de Cristo, el Espíritu Santo los transforma y los une, «colmándolos» con la plenitud de la vida divina. Ellos se hacen «uno»: una comunidad apostólica, lista para dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Esta es la «nueva creación» y la «vida nueva» surgida de la Cruz y vivificada por el Espíritu Santo, el cual, el día de Pentecostés, la pone en marcha en la historia. La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés –«por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios», se convierte también en madre que mira a la Madre de Jesús como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo su inicio en el Cenáculo.